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   Vol. 70/No. 20           May 22, 2006  
 
 
Primer cambio de política exterior de EE.UU. desde 1991
Cómo se acabó el ‘dividendo de paz’
(especial)
 
(Segundo de tres artículos)

POR SAM MANUEL  
WASHINGTON—El cambio actual en la política exterior norteamericana y su consecuente transformación de las fuerzas armadas estadounidenses comenzó a fines de la década de los noventa con lo que llegó a su fin el llamado dividendo de paz. Los gobernantes fueron reconociendo que ya no podrían contar con la ayuda de los herederos de Stalin en Moscú de servir de policías de los obreros y campesinos del mundo, tal como lo habían hecho durante el periodo de la Guerra Fría. El imperialismo norteamericano tenía que prepararse para enfrentar más directamente la resistencia del pueblo trabajador a las consecuencias de la creciente crisis capitalista mundial y para enfrentar la competencia más enconada con sus rivales en Europa y Japón.

En este artículo, el segundo de una serie sobre el primer cambio de mayor envergadura en la política exterior de Washington desde el fin de la Guerra Fría, examinamos la lentitud de Washington en reconocer las consecuencias de la nueva correlación de fuerzas de clases a nivel internacional después del fin de la Guerra Fría y en hacer modificaciones para enfrentarla. El primer artículo explica los orígenes de la política de “contención” de Washington del bloque soviético y sus aliados durante la última mitad del siglo veinte. (Ver edición del 15 de mayo)

Por casi una década después del fin de la Guerra Fría, con el colapso de los regímenes burocráticos en la Unión Soviética y Europa del este, Washington se comportó como si tuviera menos necesidad de entablar guerras. Durante las sesiones del Congreso sobre el presupuesto del Pentágono de 2007, el secretario de Defensa norteamericano Donald Rumsfeld dijo que en el periodo posterior a la Guerra Fría de reducción de gastos, estos cayeron al 4.8 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). En comparación, durante los gobiernos de Eisenhower y Kennedy, estos ocuparon un promedio del 10 por ciento del PIB.

Durante las administraciones de Bush padre y Clinton, el gasto militar fue recortado por casi la tercera parte, unos 135 mil millones de dólares. Al contrario de la mitología liberal, el “dividendo de paz” no liberó fondos para la educación, cupones de alimentos, seguro por desempleo u otros programas sociales. El gasto en cada uno de estos fue reducido durante los ocho años de la presidencia de Clinton. Las discusiones sobre el “dividendo de paz” ocurrieron al mismo tiempo que los gobernantes norteamericanos llevaban a cabo el primer mayor ataque al salario social del pueblo trabajador: la eliminación de la “asistencia social según la conocemos”, iniciada por William Clinton.

Los recortes en el gasto bélico más bien fueron utilizados para ayudar a deprimir las tasas de interés, apuntalar el dólar “fuerte” y llenar los bolsillos de los acaudalados tenedores de bonos. Los multimillonarios norteamericanos tenían la esperanza de poder evitar tener que hacer profundos recortes en la asistencia social que trajese el riesgo de una explosión social.

Tomó casi diez años para que los gobernantes norteamericanos se deshicieran del estado de negación en el que se encontraban sobre el llamado dividendo de paz y para implementar el cambio en su política exterior bajo el lema de librar la “guerra al terrorismo”.

En los últimos 15 años se ha acumulado la evidencia de que el Medio Oriente y Asia central sería el centro de las guerras que el imperialismo librará. Sin embargo, Washington fue lento en reconocer el patrón en la secuela de ataques a instalaciones norteamericanas y de sus implicaciones. Entre estos ataques se encuentran el atentado de coche-bomba en Beirut en 1983 contra un cuartel de Marines norteamericanos que mató a 241 soldados; el atentado dinamitero del World Trade Center en 1993; el atentado con el camión-bomba contra las torres Khobar, uno de los lugares de residencia del personal militar norteamericano en Arabia Saudita en 1996; los atentados dinamiteros a las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en 1998; y el ataque al buque de guerra USS Cole en Yemen en 2000.  
 
Fin de política de ‘salir corriendo’
Haciendo un repaso de estos eventos en un discurso pronunciado el 6 de septiembre de 2004, el vicepresidente Richard Cheney dijo que la llamada Doctrina Bush era un ruptura con el curso seguido por un cuarto de siglo, bajo administraciones Demócratas y Republicanas, de responder a ataques “terroristas” como asuntos a ser enfrentados con medidas policiales con el fin de poner a individuos tras las rejas.

Reagan retiró las tropas norteamericanas del Líbano unos meses después del atentado dinamitero en Beirut en 1983. Muchos de los acusados en los otros ataques fueron arrestados, enjuiciados y condenados a muerte o a largas penas en prisión.

“¿Cuáles fueron las consecuencias de estos ataques?” preguntó Cheney en un discurso en Missouri en agosto de 2004. No muchas. “Disparamos unos cuantos misiles balísticos una vez. Fundamentalmente, nos golpearon con impunidad y se salieron con la suya”.

Cheney dijo que bajo la Doctrina Bush cualquier gobierno o individuo que sea considerado protector de “terroristas” será un blanco, y Washington no esperará por otro ataque, sino llevará a cabo acciones militares “preventivas”.  
 
1998: un viraje decisivo
Un momento clave para círculos en la clase gobernante estadounidense en la necesidad de realizar un giro radical en el curso de la política exterior llegó mucho antes de los atentados al World Trade Center y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001.

Revistas conservadoras como el Weekly Standard, de William Kristol, y su Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, una fundación conservadora, y centros de investigación como la Fundación Bradley, con sede en Milwaukee, abogaron por una política exterior ‘agresiva’ para dar una nueva forma al Medio Oriente, a través del derrocamiento, cuando sea necesario, de gobiernos de la región considerados como una amenaza a los intereses imperialistas de Washington. Ya en 1997, una historia de primera página en el Weekly Standard proclamaba que “Saddam tiene que irse”. Mientras que Kristol y otros, conocidos como “neoconservadores” estaban entre los pioneros de este empuje, el curso hacia el cambio de régimen en Iraq predominó entre la mayoría de la clase gobernante y pronto se convirtió en la política oficial del gobierno. A principios del siguiente año, el Weekly Standard publicó una carta firmada por 18 prominentes personalidades capitalistas en donde se instaba al gobierno de Clinton a derrocar al régimen de Saddam Hussein en Iraq. Ocho de los firmaron la carta pasarían luego a ocupar altos puestos en la administración Bush, entre ellos se encontraba el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, el presidente del Consejo de Política de Defensa Richard Perle, John Bolton y Zalmay Khalilzad, actuales embajadores de Estados Unidos ante Naciones Unidas e Iraq, respectivamente, y Richard Armitage, quien se desempeñó como subsecretario de estado entre 2001 y 2005.

En un discurso pronunciado el 18 de febrero de 1998 al Estado Mayor Conjunto, el presidente Clinton dijo que se necesitaba una acción agresiva para lograr que el régimen iraquí de Saddam Hussein no pudiera “desarrollar su programa de armas de destrucción masiva”.

Más tarde ese mismo año, altos congresistas demócratas como John Kerry, Patrick Leahy y Christopher Dodd coauspiciaron una resolución con republicanos tales como Chuck Hagel que exhortaba al presidente para que “tomara todas las acciones necesarias y apropiadas para responder a la amenaza presentada por el rechazo de Iraq de ponerle fin a sus programas de armas de destrucción masiva”.

En los últimos años de su gobierno, Clinton sentó las bases, a través de medidas como la aceleración de la “defensa de misiles”, y allanando el terreno para el uso del ejército dentro de Estados Unidos, para los cambios más radicales en la organización de las fuerzas armadas norteamericanas que fueron implementadas por su sucesor.

“Cambio de régimen” en Iraq pronto se convirtió en la política oficial del gobierno. El 31 de octubre de 1998, Clinton ratificó el “Acta de liberación de Iraq”, que declaraba que: “Debe ser la política de Estados Unidos respaldar los esfuerzos para quitar el régimen encabezado por Saddam Hussein del poder en Iraq y la de promover el surgimiento de un gobierno democrático que remplaze a ese régimen”.

Funcionarios del gobierno de Clinton dejaron claro como sucedería esto, aún después de que George W. Bush entrara en la Casa Blanca. “Estados Unidos no tiene otra opción sino la de invadir el mismo Iraq y eliminar el actual régimen”, escribió Kenneth Pollack en el número de Marzo/Abril de 2002 de la revista Foreign Affairs, un año antes de la invasión norteamericana. Pollack era Director de asuntos del golfo en el Consejo de Seguridad Nacional en los dos últimos años de la Casa Blanca bajo Clinton.

Ya para entonces, el 11 de septiembre le había provisto a la mayoría de los gobernantes norteamericanos, liberales y conservadores, con la racionalización para el ataque a Iraq y la más amplia “guerra al terrorismo”.

Esta “transformación” del aparato militar norteamericano con el fin de implementar el curso de la nueva política exterior fue acelerada por el 9/11. La han venido realizando en preparación a lo que los gobernantes norteamericanos describieron recientemente como una “guerra larga” para salvaguardar sus intereses en las décadas venideras.  
 
 
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